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disposiciones consolidadas:
BOE-A-1954-15431
Ley de 16 de diciembre de 1954 sobre expropiación forzosa
Estado:
VIGENTE
Fecha de Publicación:
1954/12/17
Rango:
Ley
Departamento:
Jefatura del Estado
Origen:
Estatal
Este documento es de carácter informativo y no tiene valor jurídico.
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Boletín Oficial del Estado

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Jefatura del Estado

Ley de 16 de diciembre de 1954 sobre expropiación forzosa.

I. Justificación de la reforma y nuevo ámbito legal de la expropiación
La expropiación forzosa contempla el supuesto en que, decidida la colisión entre el interés público y el privado, en consideración a la lógica prevalencia del primero, resulta obligado arbitrar el procedimiento legal adecuado para promover jurídicamente la transmisión imperativa del derecho expropiado y para hacer, consecuentemente, efectiva en favor del particular la justa indemnización correspondiente. Implicando la expropiación un resultado jurídico siempre idéntico, las modificaciones de sus bases legislativas proceden fundamentalmente ya de la concepción más o menos amplia del campo a que el interés público se extiende, ya de los progresos técnicos que permiten perfeccionar el procedimiento calculado, y esto, de un lado, a fin de que encuentren satisfacción las exigencias de la eficacia administrativa, y de otro, para hacer efectivas las garantías del particular, así en el orden de la defensa contra una expropiación irregular, como el del reconocimiento y pago de la justa indemnización que por principio se reconoce.
La simple indicación de que la expropiación forzosa se rige en nuestro país por una Ley promulgada en diez de enero de mil ochocientos setenta y nueve justifica sobradamente la preocupación en torno a un posible y grave desajuste entre el orden real de fines y medios que enmarca hoy —casi setenta y cinco años más tarde— la acción de la Administración y el sistema de preceptos que integran la normativa vigente. Verdad es que la subsistencia prolongada de una Ley de orden básico no es de suyo argumento contra su calidad técnica y ni siquiera contra su validez político-legal, pero aquélla y ésta están dominadas por el supuesto de que permanezcan relativamente incólumes la configuración de los intereses en juego y los principios fundamentales que a la Ley sirven de premisas obligadas.
En cuanto a la expropiación forzosa se refiere, el más somero análisis de los factores de varia índole que hay que considerar tras el bosquejo técnico de la institución pone de manifiesto la general desarticulación de las circunstancias políticas, administrativas y de todo orden que sirvieron de plataforma a la Ley hasta ahora vigente. En orden a la flexibilidad, agilidad y eficacia que dicha Ley permite a la Administración, siquiera no sea éste el aspecto más importante que la actual situación suscita, es suficiente recordar cómo mediante la Ley de siete de octubre de mil novecientos treinta y nueve hubo de improvisarse, un tanto bajo el apremio de circunstancias de excepción, un procedimiento de urgencia, a fin de conseguir evitar que la utilización de mecanismos legales fuera de fase pusiera trabas o entorpeciera la acción administrativa impulsada al ritmo exigido por la urgencia de la reconstrucción nacional. Pero la Ley de mil novecientos treinta y nueve, que de cualquier modo ha sido un acierto innegable de política legislativa que aún puede dar buenos frutos, eludió conscientemente los problemas capitales que la expropiación plantea, no sólo cuando se pretende la actualización del interés político, sin otras demoras que las inevitables, sino, sobre todo, cuando una concepción más justa desde el punto de vista social de la estructura económica, altera sensiblemente la base técnica de la expropiación y los procedimientos valorativos de la indemnización. El hecho de que el legislador, consciente de las obligadas limitaciones de la Ley de mil novecientos treinta y nueve, no haya promovido hasta ahora la reforma es sólo indicio de la magnitud de los problemas que implica; mas, al propio tiempo, el reiterado uso que de la autorización de urgencia se ha hecho en los últimos años viene a poner de manifiesto la deficiencia con que la norma aún en vigor sirve a las exigencias del momento.
Desde mil ochocientos setenta y nueve no es exagerado afirmar que las bases políticas, sociales, económicas y de otra índole, condicionantes de la acción de Gobierno, han experimentado desplazamientos tan significativos, que todas las instituciones del Derecho Administrativo clásico, aun sin resultad deformadas en su esquema técnico, han tenido que ser readaptadas convenientemente, a fin de poder operar con ellas como medios idóneos al servicio de una acción administrativa de signo e intensidad muy diferentes a los que se consideraron óptimos en la época en que surgió. Con respecto a la expropiación, esto viene a ser tanto más apremiante precisamente por cuanto por definición en el grado que significa un considerable sacrificio del interés privado, resulta el punto donde inmediatamente repercuten las crecientes exigencias del interés público.
Sobre el radio de acción que a la expropiación fijaba el orden político liberal, ha venido a actuar, en primer término, el principio que expresa la conciencia social del nuevo Estado y que hoy se proyecta sobre toda su obra legislativa. El artículo diez de la Constitución de mil ochocientos setenta y seis, del que el artículo primero de la hasta ahora vigente Ley de Expropiación trae su principio de autorización, se expresa en los términos de que «…nadie podrá ser privado de su propiedad, sino por autoridad competente y por causa justificada de utilidad pública, previa siempre la correspondiente indemnización». El artículo treinta y dos del Fuero de los Españoles, de diecisiete de julio de mil novecientos cuarenta y cinco, en su párrafo segundo, amplía significativamente el principio, sin perjuicio de conseguir una más rígida formulación de los límites de legalidad. «Nadie podrá —dice— ser expropiado, sino por causa de utilidad pública o de interés social, previa la correspondiente indemnización, y de conformidad con lo dispuesto en las leyes». Al consagrar la expropiación por interés social, la Ley fundamental viene a incorporar jurídicamente una concepción que, habiendo superado el agrio individualismo del sistema jurídico de la propiedad privada de la economía liberal, viene a entender implícita, tras toda relación de dominio, una función social de la propiedad. Consecuentemente, la expropiación tiene ahora que ser configurada desde esta nueva perspectiva, a fin de brindar a la Administración medios aptos para hacer efectivo el principio obtenido en el estatuto fundamental de derechos y deberes de los españoles.
Esta concepción más amplia de la expropiación ha sido proyectada sobre la legislación hoy en vigor, al menos en aspectos parciales. Toda la legislación del nuevo Estado en materia de colonización, materia tan sensible a las urgencias del interés social, está inspirada en este giro tan significativo. Se ha estimado que la Ley no estaría a la altura de los principios que hoy conforman nuestra legislación, de plantear sus problemas desde el ángulo visual angosto que da perspectiva a la de mil ochocientos setenta y nueve. Consecuentemente, se ha desarrollado, con la precisión posible, aquella fundamental distinción entre la expropiación de utilidad pública y la expropiación de interés social del artículo treinta y dos del Fuero de los Españoles, y se ha generalizado, con las garantías formales obligadas, la posibilidad –insólita de el concepto clásico de la expropiación– de referir sus beneficios a particulares por razones de interés social.
Mas, junto a este ensanchamiento del campo de fines, el ámbito de la expropiación debía ser considerado de nuevo, en forma que pudiera acoger las ampliaciones tan notables que ha experimentado al amparo de la legislación especial, en orden al objeto expropiable y a la índole de los intereses afectados por el sacrificio, y llamados, por ende, a ser tenidos en cuenta en la indemnización. Baste aludir a la expropiación de participaciones en el capital social, expropiación de explotaciones afectadas por la acción del Estado sobre la economía, por exigencias de la gestión de los servicios públicos, al preferirse establecerlos bajo el patrón de la nacionalización, municipalización o provincialización. Por otra parte, junto a la expropiación típica han surgido figuras como el consorcio o el arrendamiento forzoso, en las que se aprecia la nota común de la satisfacción del interés público por una acción imperativa sobre el aprovechamiento del bien objeto de la misma, que no llega a ser tan radical y enérgica que alcance a la transmisión obligada de la propiedad, pero que implica una limitación individualizada del dominio a la que hay que buscar su adecuada y justa compensación. También los casos en que la acción administrativa exige la expropiación de grandes zonas requerían el arbitrar un procedimiento para hacer aquélla efectiva dentro de una tramitación unitaria. En consecuencia, la Ley refleja una concepción de la expropiación, según la cual debe ser el estatuto legal básico de todas las formas de acción administrativa que impliquen una lesión individualizada de los contenidos económicos del derecho del particular por razones de interés general, y como tal se estructura, sin perjuicio del obligado respeto a las peculiares características de cada figura en particular.
Llevando este principio a sus lógicas consecuencias, se ha intentado, finalmente, llamar al atención sobre la oportunidad que esta Ley ofrece, y que no debiera malograrse, de poner remedio a una de las más graves deficiencias de nuestro régimen jurídico-administrativo, cual es la ausencia de una pauta legal idónea, que permita hacer efectiva la responsabilidad por daños causados por la Administración. Bajo el imperio de criterios jurídicoadministrativos que habían caducado ya cuando fueron adoptados por nuestro ordenamiento, los límites técnicos dentro de los cuales se desenvuelve entre nosotros la responsabilidad por daños de la Administración, resultan hoy tan angostos, por no decir prácticamente prohibitivos, que los resultados de la actividad administrativa, que lleva consigo una inevitable secuela accidental de daños residuales y una constante creación de riesgos, revierten al azar sobre un patrimonio particular en verdaderas injusticias, amparadas por injustificado privilegio de exoneración. Se ha estimado que es ésta una ocasión ideal para abrir, al menos, una brecha en la rígida base legal que, perjudicando el interés general, no puede proteger intereses de la administración insolidarios con aquél, como sin más ha venido a demostrar la legislación de régimen local vigente al incorporar, en esta importante materia, los criterios más progresivos sugeridos por la legislación comparada y la doctrina científica. Se ha entendido así, no sin hacerse cargo de que la Ley de Expropiación Forzosa no puede ser, desde luego, la base normativa en que se integren todos los preceptos jurídicos rectores a este respecto, pero sí, al menos, una norma que puede muy bien recoger una serie de supuestos realmente importantes, en los que, al margen de un estrecho dogmatismo académico, cabe apreciar siempre el mismo fenómeno de lesión de un interés patrimonial privado, que, aun cuando resulte obligada por exigencias del interés o del orden público, no es justo que sea soportada a sus solas expensas por el titular del bien jurídico dañado.
Unicamente edificando sobre esta amplia base, y dominándola desde una preocupación de eficacia, puede la Administración española contar con un instrumento capaz para que su acción no resulte frenada por la rigidez de concepciones dogmáticas de las relaciones jurídico-privadas, y al propio tiempo para que no quede sin justa compensación la lesión acarreada, siquiera sea por motivos fundados, al particular. Es claro, pues, que desde tal punto de vista ha de considerarse el contenido del artículo primero, pues es meramente una norma delimitadora del campo objetivo de aplicación a que la Ley se extiende, y no una expresión conceptual de la figura jurídica de la expropiación.
II. Procedimiento
Junto a la preocupación por alcanzar los horizontes actuales de la expropiación ha sido concebida la Ley bajo el signo de la eficacia. Se ha tenido en cuenta, ante todo, que el imperativo del interés público que gobierna toda la institución no se agota en la transmisión imperativa del derecho o bien expropiado, sino que da por supuesto que esto ha de conseguirse en plazo que no perjudique la oportunidad de la medida. Las dificultades en este orden proceden de que, por otra parte, la Ley de Expropiación ha de concebirse en forma que proporcione al particular interesado un adecuado sistema de garantías, lo que exige medios procesales proporcionados. Una solución simplista, que sacrifique este último aspecto, viene a ignorar el hecho de que aquí no lucha el interés público, que impulsa a consumar la expropiación, y el interés privado, que tiende a demorarla. Planteada de esta forma la oposición de intereses, no se ofrecería duda acerca del criterio llamado a prevalecer. Mas, en realidad, el legislador ha de arbitrar aquí entre las exigencias del ritmo de la ejecución de la obra o servicio y las de no menor interés público, ni inferior rango, de conseguir la justa indemnización que por principio se reconoce al particular afectado.
La Ley procura eliminar todos los obstáculos procesales que pudieran alzarse, siquiera sea lateralmente, contra el hecho de la expropiación; modera los utilizables contra la necesidad de ocupación y, finalmente, tiende a asegurarse contra un empleo malicioso de los medios reconocidos, evitando su utilización con ánimo meramente perturbador. Un análisis, siquiera sea somero, de nuestra actual situación legislativa en relación con los supuestos de esta Ley, resulta sumamente esclarecedor en este punto.
La Ley de 1879 adopta la estructura de cuatro períodos: declaración de utilidad pública, necesidad de ocupación, justiprecio, pago y toma de posesión. Estos cuatro períodos corresponden a los cuatro momentos lógicos que cabe descubrir en la operación jurídico-administrativa, que lleva consigo: a) su autorización; b) su aplicación a un bien o derecho en concreto; c) la fijación de la indemnización, y d) la consumación de la relación que se establece entre la Administración y el expropiado por el pago y la toma de posesión. Pero desde el punto de vista de los intereses protegidos al concebir el procedimiento, cabe hacer la distinción de que mientras la declaración formal de legalidad de la medida desarrolla el principio general que exige la actuación regular de los órganos de la Administración, los demás requisitos de actuación protegen al particular ya individualizado contra una lesión jurídica excesiva derivada de la expropiación. Así, pues, cabe aligerar la formalización del requisito de actualización protegen al particular ya individualizado contra una lesión jurídica excesiva derivada de la expropiación. Así, pues, cabe aligerar la formalización del requisito de legalidad, en el grado que sea posible entender implícita la autorización en un acto previo de un órgano jurídicamente competente, pero en cambio deben dejarse intactas las garantías de protección de derecho del particular, sin perjuicio de un ágil técnica procesal. Estos criterios han servido de orientadores en la redacción de la Ley, como comprueba el examen en concreto del procedimiento adoptado.
A) Declaración de utilidad pública o de interés social.
Ya la Ley de mil ochocientos setenta y nueve había aliviado la producción de este requisito, para el que el artículo diez exigía forma de ley, al exceptuar de la formalidad, en el artículo once, a las obras que se llevase a cabo con arreglo a las prescripciones del Capítulo II de la Ley de Obras Públicas las comprendidas en los planes generales provinciales y municipales mencionados en dicha Ley, todas aquellas cuya ejecución hubiere sido autorizada por una ley, las designadas en las leyes especiales que se mencionan, todas las de policía urbana, y en particular las de ensanche y reforma interior de las poblaciones. El criterio de la Ley es que deben agotarse las posibilidades de entender implícita la autorización para expropiar, en el cumplimiento de los requisitos que condicionan la aprobación del proyecto de obra o servicio como decisión administrativa, en la medida en que tales requisitos tengan idéntica relevancia jurídica y administrativa, que la propia declaración de utilidad. A este criterio responden los preceptos que integran el Capítulo I del Título II. Estas normas son expresión del lógico principio de que en el grado en que los requisitos establecidos en cada caso para la autorización de obras y servicios, aseguran su oportunidad y conveniencia, ya en sí, ya desde el punto de vista del gasto público, implican que su ejecución es de utilidad pública, desde el momento en que no hay posibilidad de establecer sobre bases jurídicas una distinción dentro del concepto de utilidad pública, de tal sentido que en algún caso moviera a no llevar a cabo la obra o el servicio para no herir el interés patrimonial del particular.
En cuanto a la expropiación de bienes muebles, se mantiene en todo su rigor el principio de la declaración «ex lege» de la utilidad pública, salvando también el supuesto de que, tratándose de determinadas categorías de bienes, hubiera declarado con anterioridad una ley la posibilidad en abstracto de su expropiación por razones de utilidad pública, supuesto en el que para la expropiación en concreto, el requisito se entiende producido por el acuerdo del Consejo de Ministros. Asimismo, el principio y la salvedad se hacen extensivos a los supuestos de expropiación por interés social a que la ley se abre paso.
B) Necesidad de ocupación de bienes o de adquisición de derechos.
En este punto, la experiencia de la Ley de mil ochocientos setenta y nueve tenía que valorarse desde los resultados de la Ley de siete de octubre de mil novecientos treinta y nueve. En síntesis, esta Ley integra, en la declaración de urgencia, expedida por Decreto aprobado en Consejo de Ministros, la necesidad de ocupación, y dejando indemne el procedimiento general para los períodos tercero y cuarto de la expropiación, habilita uno sumario integrado por la notificación a los propietarios y titulares de los derechos afectados, acta previa a la ocupación, depósito sobre bases tasadas y ocupación de inmuebles, trámites que se llevan a cabo en plazos muy rigurosos y que en total no exceden de dieciocho o veintidós días, según los casos. Justificada esta Ley en las circunstancias de excepción en que surgió, no puede ser generalizada sin grave detrimento de garantías de máximo interés. El legislador la consideró desde su promulgación como instrumento normativo de utilización excepcional por razones de urgencia, ya que para todos los demás supuestos se mantuvo el pleno vigor de la Ley de mil ochocientos setenta y nueve.
Se ha estudiado tanto la conveniencia de generalizar los criterios de esta Ley como la de derogarla, excluyendo la dualidad de procedimientos: uno, de carácter ordinario, y otro aplicable previa declaración de urgencia. Las dos posibilidades han sido rechazadas por las razones que seguidamente se exponen.
La apreciación acerca de si es o no necesaria la ocupación de un bien en concreto es una garantía fundamental para el particular. La declaración de utilidad pública explícita o implícita garantiza la concurrencia del interés general, que viene a justificar la expropiación, pero no entra ni de lejos en apreciación alguna acerca de la necesidad de que para llevarlo a cabo se ocupe un bien determinado con preferencia a otro. Ciertamente, la Administración puede tomar como referencia el proyecto y los replanteos afectados, pero no siempre constarán con la precisión obligada los derechos e intereses afectados. En todo caso, es preciso dar una intervención al interesado, cuando menos para conseguir una indemnización suficiente desde el punto de vista jurídico del bien o derecho afectado.
Pero aun cuando la Ley se ha inspirado en lo posible en la de mil novecientos treinta y nueve, incorporando sus criterios y construyendo los esquemas procesales a la vista de esa notable experiencia legislativa, se ha estimado que el proceder por ello a la derogación pura y simple de dicha Ley, suprimiendo el procedimiento de urgencia, hubiera sido forzar la solución al amparo de razones de pura técnica legal, adoptando una base legislativa rígida, capaz de servir de freno o de contención a la acción administrativa que puede ser solicitada por las necesidades con imperativos de la máxima urgencia. Se ha optado, pues, por incorporar prácticamente la Ley de mil novecientos treinta y nueve a la presente, y a ello responde el artículo cincuenta y dos. Ha de tenerse en cuenta que, merced a la actualización de la legislación en esta materia, la utilización del procedimiento de urgencia podrá atemperarse a su carácter estrictamente excepcional, lo que no ocurre en la actualidad, ya que, por las razones que han quedado expuestas de desajuste de la legislación a los problemas del día, se ha visto forzada la Administración a la utilización frecuente de dicha Ley. De hecho, en los casos en que del proyecto resultan perfectamente determinados los intereses afectados, se generaliza cuando menos el fin de la Ley de mil novecientos treinta y nueve, y en los demás, el procedimiento, dentro del respeto obligado a elementales garantías, es de tal agilidad que bien puede decirse que responde al mismo espíritu de eficacia que inspiraba la aludida Ley.
En efecto, a fin de regular procesalmente la intervención de los interesados en este punto, se arbitra un trámite de información pública, procurando la máxima difusión.
Se ha fijado el plazo de veinte días como máximo para que la Administración resuelva las reclamaciones promovidas en la información.
La decisión del recurso contra esta resolución, que deberá interponerse dentro del plazo de diez días, a contar desde la notificación o publicación, decisión que zanja definitivamente la cuestión debatida, lleva consigo la declaración explícita de la necesidad de ocupación y levanta la suspensión provocada por las reclamaciones. En el peor de los casos, esta suspensión no podrá ser superior a un mes.
Salta a la vista la economía procesal conseguida sin más que indicar que la Ley hasta ahora vigente fija los siguientes plazos: tres días para el trámite de comunicación por el Gobernador a los Alcaldes de la relación nominal de interesados en la expropiación (artículo dieciséis), quince o treinta días para la información (artículo diecisiete), quince días para la resolución por el Gobernador (artículo dieciocho), ocho días para la interposición del recurso de alzada, y treinta días para su resolución (artículo diecinueve), por lo que el procedimiento puede prolongarse hasta ochenta y seis días.
C) Justiprecio.
La fijación de la indemnización constituye, como es obvio, el problema capital de una Ley de expropiación. El criterio tradicional de someter las diferencias de apreciación pericialmente establecida a una decisión motivada y preparada por una tercera estimación pericial ha de reconocerse que no ha sido nunca propugnado como procedimiento ideal, sino más bien como un último recurso, al que empíricamente se acude en defecto de reglas tasadas que permitan una determinación automática del valor del objeto de la expropiación. Los criterios automáticos añaden a su intrínseca objetividad la ventaja de eliminar gran número de reclamaciones, ya que sustraen la base sobre la cual cabe plantearlas, que no es otra que la pluralidad abierta indefinidamente de los medios de estimación.
No se han escatimado esfuerzos a fin de conseguir sustituir el procedimiento de la controversia pericial por otro que permitiera una determinación más objetiva del justo precio. Mas ya desde un principio pudo advertirse que existen supuestos de expropiación en los que bien sea por carecerse de toda clase de estimación general preconstituida, bien porque los criterios generales vendrían a ofrecer resultados muy arbitrarios en más o menos respecto al principio de justa indemnización de que se parte, es imposible prescindir de una tasación pericial. La determinación del justo precio sobre bases fiscales ha de partir de la premisa de que la riqueza imponible fiscalmente establecida, suponga una valoración no sólo objetiva y bien ponderada del bien de que se trate, sino además, rigurosamente al día desde el punto de vista del poder adquisitivo de la moneda. Y se comprende que esto no es siempre posible por la forzosa complejidad de las operaciones evaluatorias, que no se pueden llevar a cabo en plazos tan moderados que se sustraigan a oscilaciones de no escasa significación económica.
De otro lado, salvo que se entienda que la estimación fiscal constituye lo que desde luego no es, es decir, una declaración administrativa de valoración, eficaz no sólo en la relación fiscal, sino en toda relación con la Administración en que el valor de un bien pueda jugar algún papel, esa estimación debe servir como uno de los elementos que concurran a la determinación del justo precio, pero no ser el criterio de suyo, y exclusivamente, determinante. Esto implicaría volver la espalda a realidades económicas elementales, en las que precisamente el bien expropiado encuentra la referencia de valor más adecuado. Todo ello hace que sea preciso ponderar las valoraciones fiscales con las de mercado y para casos excepcionales dejar abierta la posibilidad de apreciación de circunstancias específicas, que de no tenerse en cuenta provocaría una tasación por completo irrazonable. Estos son los principios que en este punto inspiran la Ley.
Desde el momento en que, por las razones aludidas, hubo de renunciarse a la determinación automática del justo precio, para dar paso, en mayor o menor medida, a una apreciación de circunstancias específicas del caso, pasaba al primer plano la cuestión del órgano de tasación. Es evidente que el sistema del «tercer perito» que inspira la legislación hasta ahora vigente, reduce en los más de los caso a un papel puramente pasivo la función del órgano que formaliza la resolución, aparte de llevar consigo un juego de plazos de excesivo peso para la agilidad de la acción administrativa. Como es natural, en el procedimiento actual los peritajes de las partes están inspirados en el propio interés de éstas, al que se sobrepone la mediación arbitral del tercer perito; teóricamente cabría pensar que el tercer peritaje decidiera de derecho la cuestión, cuanto que ya, las más de las veces, lo hace de hecho. Pero esta solución es insatisfactoria, tanto desde el punto de vista de los principios —por cuanto supone la dejación en manos privadas de una cuestión en la que están vivamente comprometidos intereses públicos e intereses privados, e implica, por lo tanto, una ruptura con las bases mismas de la justicia administrativa— como en consideración a los supuestos mismos del fallo. En efecto, en cuanto éste debe resultar de la apreciación de bases tasadas de diferente índole y, excepcionalmente, de circunstancias muy singulares que justifiquen en un caso dado el separarse de aquéllas, no es posible dejar todos estos elementos a juicio de una persona calificada por la sola condición de su pericia en tasaciones de cierta índole. Por otra parte, sólo una permanencia en esa función, una reiteración en los criterios, un conocimiento de la economía local puede abrir el paso a lo que constituye, sin duda, el ideal en esta materia: objetivar las tasaciones en forma que sean el resultado de la aplicación de criterios generalizados.
Así se justifica una de las innovaciones más importantes de la Ley: la constitución de los Jurados Provinciales de Expropiación, que vienen a ser órganos en los que se componen las dos funciones, pericial y judicial, escindidas en el sistema actual, pero que reúnen, además, las ventajas que proporciona la permanencia y especialización en la función, la colegiación (que permite llevar a su seno los intereses contrapuestos) y la preparación, al mismo tiempo en los aspectos material y jurídico, de la cuestión a decidir. Ciertamente, estas ventajas están supeditadas en todo al acierto que presida en la composición de estos órganos y condicionadas, por otra parte, a la carga burocrática que lleven consigo. Se han estudiado minuciosamente los dos aspectos, para evitar que se malograr la solución, y se cree haberlo conseguido en las normas propuestas. El artículo treinta y dos fija la composición del Jurado, atribuyendo su presidencia a un Magistrado, con lo que garantiza la objetividad de visión y el rigor judicial del procedimiento y asegura la representación de los intereses financieros y fiscales de la Administración y patrimoniales de la propiedad privada, así como de los de índole técnica, incluyendo finalmente a un Notario, en atención a su conocimiento de las transacciones y a la independencia de su función pública.
En cuanto al coste de estos organismos, la Ley ha apurado todas las posibilidades para reducirlos al mínimo, y prácticamente se ha conseguido.
Sobre estas bases, el Jurado de expropiaciones puede llegar a corregir las mayores deficiencias del actual sistema de tasación, del mismo modo que lo han hecho en el extranjero organismos similares; pero, sobre todo, encierra las mayores posibilidades de conseguir —por la preparación de índices y la fijación más precisa de las bases de valoración— llegar algún día a una determinación automática del justo precio.
Con todo, la crítica del procedimiento depende en grado considerable del acierto que presida su configuración procesal. También en este punto, la comparación de esta Ley con la hasta ahora vigente obliga a admitir que se ha conseguido una notable economía. En la Ley de mil ochocientos setenta y nueve se señalan como plazos: el de ocho días para la designación de peritos (artículo veinte); el de quince, para aceptar o rehusar la oferta de la Administración (artículo veintiséis); quince, para la presentación de la hoja de tasación pericial del propietario (artículo veintisiete); ocho, para la eventual conciliación (artículo veintiocho); ocho, para la designación del tercer perito por el Juez (artículo treinta y uno); treinta, para que éste lleve a cabo la tasación (artículo treinta y tres); treinta, para la resolución por el Gobernador (artículo treinta y cuatro); treinta, para la interposición del recurso, y otros tantos para la resolución que corresponda (artículo treinta y cinco). En total, ciento setenta y cuatro días, sin contar el plazo de un mes para la notificación de la orden resolutoria, y el de dos meses para la interposición del recurso contencioso. El procedimiento que la Ley adopta comprende, en cambio, los siguientes plazos: veinte días, para que la Administración acepte o rehuse y, en su caso, para que, a su vez, formule su hoja de aprecio (artículo treinta), después del plazo de veinte días que para la presentación de la hoja de aprecio tiene el propietario (artículo veintinueve); diez días, para que el propietario acepte o rehuse la formulada por la Administración, en su caso (artículo treinta), y finalmente, en caso de controversia, ocho días para la resolución ejecutoria por el Organo al efecto establecido (artículo treinta y cuatro). En total, cincuenta y ocho días como duración máxima de los trámites.
A esta significativa aligeración del procedimiento hay que añadir que, según se ha dicho, cabe esperar en numerosos casos el que se consiga la conformidad de las partes desde el momento en que los aspectos controvertidos vienen, de antemano, atemperados por la necesaria motivación sobre las bases legales de las hojas de aprecio (artículo treinta y siete)
Con respecto a los bienes inmuebles, se ha distinguido a estos efectos entre fincas urbanas y rústicas. En las primeras se consigue una determinación automática del justiprecio del solar al adoptarse como estimación la que tuvieren asignada a efectos del arbitrio municipal sobre incremento del valor, corregida en un diez por ciento a favor del propietario. En cuanto a los edificios, se ponderan como factores el valor en venta debidamente justificado con arreglo a la situación, destino y estado de la edificación, y la capitalización al interés legal del líquido imponible señalado a efectos de la contribución territorial urbana. En cuanto a las fincas rústicas, respecto a las cuales, como es notorio, las valoraciones fiscales no están en general al día, a fin de no prescindir de todo factor automático, se toman en consideración los líquidos imponibles, según catastro o amillaramiento, incrementados en un cinco por ciento en el primer caso, y en un diez por ciento, en el segundo. Estos incrementos deben considerarse teniendo en cuenta que, a efectos de depósito, la Ley de mil novecientos treinta y nueve señalaba los de cinco y veinte por ciento. Del mismo modo que en el caso de las fincas urbanas, la indemnización es el promedio entre este valor fiscal y el valor en venta debidamente acreditado.
Con respecto a bienes muebles, no era posible utilizar criterios idénticos por la prácticamente ilimitada heterogeneidad del objeto a expropiar. Sin embargo, en el tipo de riqueza mobiliaria que con más frecuencia puede quedar afectado por la expropiación, es decir, la expropiación de empresas cuyo capital aparece incorporado al título de participación, también se ha conseguido una determinación automática al deducir la indemnización de un promedio de elementos rigurosamente precisos, como son la cotización, la capitalización de los beneficios distribuidos en los tres ejercicios inmediatamente anteriores a la expropiación y el valor teórico, según balance, obtenido por la diferencia existente entre el activo real y el pasivo exigible.
D) Pago y toma de posesión.
Por lo que al último período del procedimiento se refiere, son de mucho menos alcance las innovaciones de la Ley. Los artículos treinta y siete, treinta y nueve, cuarenta y cuarenta y uno de la hasta ahora vigente han sido respetados, al menos en su contenido esencial, limitándose las rectificaciones a detalles de redacción exigidos por la concordancia con los demás preceptos de la Ley. Singular dificultad ha suscitado, sin embargo, el derecho de reversión que aquélla reconoce en el artículo cuarenta y tres. Se ha visto recogido en este precepto un principio de validez inconcusa, según el cual, frustrándose por una y otra razón la obra o servicio que dio causa a la expropiación, deben remitir en todo lo posible al menos los efectos económicos de ésta. La dificultad radica evidentemente en la determinación concreta del momento a partir del cual puede estimarse que de hecho concurre el supuesto de la reversión. El criterio de la legislación hasta ahora vigente supedita el ejercicio del derecho a la notificación por la Administración de la no ejecución de la obra, lo que tiene el inconveniente de dejar indefenso al expropiado, al que no se notifica tal determinación. Pero es sumamente difícil dar con una regla adecuada sin poner en peligro todo el instituto de la expropiación. La ley se ha limitado a intentar superar el rígido formalismo que la norma vigente supone, facilitando el ejercicio del derecho cuando la Administración lleve a cabo actos que por su índole impliquen de necesidad el abandono del proyecto primitivo o la imposibilidad de llevarlo a cabo, lo que, por otra parte, habrá de acreditarse en vía administrativa, sin que en tanto no se declare el derecho se produzca alteración alguna en la situación jurídica creada.
III. Procedimientos especiales