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disposiciones consolidadas:
BOE-A-2000-323
Ley de Enjuiciamiento Civil
Estado:
VIGENTE
Fecha de Publicación:
2000/01/08
Rango:
Ley
Departamento:
Jefatura del Estado
Origen:
Estatal
Este documento es de carácter informativo y no tiene valor jurídico.
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Boletín Oficial del Estado

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Jefatura del Estado

Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil.

JUAN CARLOS I
REY DE ESPAÑA
A todos los que la presente vieren y entendieren.
Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley.
EXPOSICIÓN DE MOTIVOS
I
El derecho de todos a una tutela judicial efectiva, expresado en el apartado primero del artículo 24 de la Constitución, coincide con el anhelo y la necesidad social de una Justicia civil nueva, caracterizada precisamente por la efectividad.
Justicia civil efectiva significa, por consustancial al concepto de Justicia, plenitud de garantías procesales. Pero tiene que significar, a la vez, una respuesta judicial más pronta, mucho más cercana en el tiempo a las demandas de tutela, y con mayor capacidad de transformación real de las cosas. Significa, por tanto, un conjunto de instrumentos encaminados a lograr un acortamiento del tiempo necesario para una definitiva determinación de lo jurídico en los casos concretos, es decir, sentencias menos alejadas del comienzo del proceso, medidas cautelares más asequibles y eficaces, ejecución forzosa menos gravosa para quien necesita promoverla y con más posibilidades de éxito en la satisfacción real de los derechos e intereses legítimos.
Ni la naturaleza del crédito civil o mercantil ni las situaciones personales y familiares que incumbe resolver en los procesos civiles justifican un período de años hasta el logro de una resolución eficaz, con capacidad de producir transformaciones reales en las vidas de quienes han necesitado acudir a los tribunales civiles.
La efectividad de la tutela judicial civil debe suponer un acercamiento de la Justicia al justiciable, que no consiste en mejorar la imagen de la Justicia, para hacerla parecer más accesible, sino en estructurar procesalmente el trabajo jurisdiccional de modo que cada asunto haya de ser mejor seguido y conocido por el tribunal, tanto en su planteamiento inicial y para la eventual necesidad de depurar la existencia de óbices y falta de presupuestos procesales -nada más ineficaz que un proceso con sentencia absolutoria de la instancia-, como en la determinación de lo verdaderamente controvertido y en la práctica y valoración de la prueba, con oralidad, publicidad e inmediación. Así, la realidad del proceso disolverá la imagen de una Justicia lejana, aparentemente situada al final de trámites excesivos y dilatados, en los que resulta difícil percibir el interés y el esfuerzo de los Juzgados y Tribunales y de quienes los integran.
Justicia civil efectiva significa, en fin, mejores sentencias, que, dentro de nuestro sistema de fuentes del Derecho, constituyan referencias sólidas para el futuro y contribuyan así a evitar litigios y a reforzar la igualdad ante la ley, sin merma de la libertad enjuiciadora y de la evolución y el cambio jurisprudencial necesarios.
Esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil se inspira y se dirige en su totalidad al interés de los justiciables, lo que es tanto como decir al interés de todos los sujetos jurídicos y, por consiguiente, de la sociedad entera. Sin ignorar la experiencia, los puntos de vista y las propuestas de todos los profesionales protagonistas de la Justicia civil, esta Ley mira, sin embargo, ante todo y sobre todo, a quienes demandan o pueden demandar tutela jurisdiccional, en verdad efectiva, para sus derechos e intereses legítimos.
II
Con todas sus disposiciones encaminadas a estas finalidades, esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil se alinea con las tendencias de reforma universalmente consideradas más razonables y con las experiencias de más éxito real en la consecución de una tutela judicial que se demore sólo lo justo, es decir, lo necesario para la insoslayable confrontación procesal, con las actuaciones precisas para preparar la sentencia, garantizando su acierto.
No se aceptan ya en el mundo, a causa de la endeblez de sus bases jurídicas y de sus fracasos reales, fórmulas simplistas de renovación de la Justicia civil, inspiradas en unos pocos elementos entendidos como panaceas. Se ha advertido ya, por ejemplo, que el cambio positivo no estriba en una concentración a ultranza de los actos procesales, aplicada a cualquier tipo de casos. Tampoco se estima aconsejable ni se ha probado eficaz una alteración sustancial de los papeles atribuibles a los protagonistas de la Justicia civil.
Son conocidos, por otra parte, los malos resultados de las reformas miméticas, basadas en el trasplante de institutos procesales pertenecientes a modelos jurídicos diferentes. La identidad o similitud de denominaciones entre Tribunales o entre instrumentos procesales no constituye base razonable y suficiente para ese mimetismo. Y aún menos razonable resulta el impulso, de ordinario inconsciente, de sustituir en bloque la Justicia propia por la de otros países o áreas geográficas y culturales. Una tal sustitución es, desde luego, imposible, pero la mera influencia de ese impulso resulta muy perturbadora para las reformas legales: se generan nuevos y más graves problemas, sin que apenas se propongan y se logren mejoras apreciables.
El aprovechamiento positivo de instituciones y experiencias ajenas requiere que unas y otras sean bien conocidas y comprendidas, lo que significa cabal conocimiento y comprensión del entero modelo o sistema en que se integran, de sus principios inspiradores, de sus raíces históricas, de los diversos presupuestos de su funcionamiento, empezando por los humanos, y de sus ventajas y desventajas reales.
Esta Ley de Enjuiciamiento Civil se ha elaborado rechazando, como método para el cambio, la importación e implantación inconexa de piezas aisladas, que inexorablemente conduce a la ausencia de modelo o de sistema coherente, mezclando perturbadoramente modelos opuestos o contradictorios. La Ley configura una Justicia civil nueva en la medida en que, a partir de nuestra actual realidad, dispone, no mediante palabras y preceptos aislados, sino con regulaciones plenamente articuladas y coherentes, las innovaciones y cambios sustanciales, antes aludidos, para la efectividad, con plenas garantías, de la tutela que se confía a la Jurisdicción civil.
En la elaboración de una nueva Ley procesal civil y común, no cabe despreocuparse del acierto de las sentencias y resoluciones y afrontar la reforma con un rechazable reduccionismo cuantitativo y estadístico, sólo preocupado de que los asuntos sean resueltos, y resueltos en el menor tiempo posible. Porque es necesaria una pronta tutela judicial en verdad efectiva y porque es posible lograrla sin merma de las garantías, esta Ley reduce drásticamente trámites y recursos, pero, como ya se ha dicho, no prescinde de cuanto es razonable prever como lógica y justificada manifestación de la contienda entre las partes y para que, a la vez, el momento procesal de dictar sentencia esté debidamente preparado.
III
Con perspectiva histórica y cultural, se ha de reconocer el incalculable valor de la Ley de Enjuiciamiento Civil, de 1881. Pero con esa misma perspectiva, que incluye el sentido de la realidad, ha de reconocerse, no ya el agotamiento del método de las reformas parciales para mejorar la impartición de justicia en el orden jurisdiccional civil, sino la necesidad de una Ley nueva para procurar acoger y vertebrar, con radical innovación, los planteamientos expresados en los apartados anteriores.
La experiencia jurídica de más de un siglo debe ser aprovechada, pero se necesita un Código procesal civil nuevo, que supere la situación originada por la prolija complejidad de la Ley antigua y sus innumerables retoques y disposiciones extravagantes. Es necesaria, sobre todo, una nueva Ley que afronte y dé respuesta a numerosos problemas de imposible o muy difícil resolución con la ley del siglo pasado. Pero, sobre todo, es necesaria una Ley de Enjuiciamiento Civil nueva, que, respetando principios, reglas y criterios de perenne valor, acogidos en las leyes procesales civiles de otros países de nuestra misma área cultural, exprese y materialice, con autenticidad, el profundo cambio de mentalidad que entraña el compromiso por la efectividad de la tutela judicial, también en órdenes jurisdiccionales distintos del civil, puesto que esta nueva Ley está llamada a ser ley procesal supletoria y común.
Las transformaciones sociales postulan y, a la vez, permiten una completa renovación procesal que desborda el contenido propio de una o varias reformas parciales. A lo largo de muchos años, la protección jurisdiccional de nuevos ámbitos jurídico-materiales ha suscitado, no siempre con plena justificación, reglas procesales especiales en las modernas leyes sustantivas. Pero la sociedad y los profesionales del Derecho reclaman un cambio y una simplificación de carácter general, que no se lleven a cabo de espaldas a la realidad, con frecuencia más compleja que antaño, sino que provean nuevos cauces para tratar adecuadamente esa complejidad. Testimonio autorizado del convencimiento acerca de la necesidad de esa renovación son los numerosos trabajos oficiales y particulares para una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, que se han producido en las últimas décadas.
Con sentido del Estado, que es conciencia clara del debido servicio desinteresado a la sociedad, esta Ley no ha prescindido, sino todo lo contrario, de esos trabajos. Los innumerables preceptos acertados de la Ley de 1881, la ingente jurisprudencia y doctrina generada por ella, los muchos informes y sugerencias recibidos de distintos órganos y entidades, así como de profesionales y expertos prestigiosos, han sido elementos de gran valor e interés, también detenidamente considerados para elaborar esta Ley de Enjuiciamiento Civil. Asimismo, se han examinado con suma atención y utilidad, tanto el informe preceptivo del Consejo General del Poder Judicial como el solicitado al Consejo de Estado. Cabe afirmar, pues, que la elaboración de esta Ley se ha caracterizado, como era deseable y conveniente, por una participación excepcionalmente amplia e intensa de instituciones y de personas cualificadas.
IV
En esta Ley se rehuyen por igual, tanto la prolijidad como el esquematismo, propio de algunas leyes procesales extranjeras, pero ajeno a nuestra tradición y a un elemental detalle en la regulación procedimental, que los destinatarios de esta clase de Códigos han venido considerando preferible, como más acorde con su certera y segura aplicación. Así, pues, sin caer en excesos reguladores, que, por querer prever toda incidencia, acaban suscitando más cuestiones problemáticas que las que resuelven, la presente Ley aborda numerosos asuntos y materias sobre las que poco o nada decía la Ley de 1881.
Al colmar esas lagunas, esta Ley aumenta, ciertamente, su contenido, pero no por ello se hace más extensa -al contrario- ni más complicada, sino más completa. Es misión y responsabilidad del legislador no dejar sin respuesta clara, so capa de falsa sencillez, los problemas reales, que una larga experiencia ha venido poniendo de relieve.
Nada hay de nuevo, en la materia de esta Ley, que no signifique respuestas a interrogantes con relevancia jurídica, que durante más de un siglo, la jurisprudencia y la doctrina han debido abordar sin guía legal clara. Ha parecido a todas luces inadmisible procurar una apariencia de sencillez legislativa a base de omisiones, de cerrar los ojos a la complejidad de la realidad y negarla, lisa y llanamente, en el plano de las soluciones normativas.
La real simplificación procedimental se lleva a cabo con la eliminación de reiteraciones, la subsanación de insuficiencias de regulación y con una nueva ordenación de los procesos declarativos, de los recursos, de la ejecución forzosa y de las medidas cautelares, que busca ser clara, sencilla y completa en función de la realidad de los litigios y de los derechos, facultades, deberes y cargas que corresponden a los tribunales, a los justiciables y a quienes, de un modo u otro, han de colaborar con la Justicia civil.
En otro orden de cosas, la Ley procura utilizar un lenguaje que, ajustándose a las exigencias ineludibles de la técnica jurídica, resulte más asequible para cualquier ciudadano, con eliminación de expresiones hoy obsoletas o difíciles de comprender y más ligadas a antiguos usos forenses que a aquellas exigencias. Se elude, sin embargo, hasta la apariencia de doctrinarismo y, por ello, no se considera inconveniente, sino todo lo contrario, mantener diversidades expresivas para las mismas realidades, cuando tal fenómeno ha sido acogido tanto en el lenguaje común como en el jurídico. Así, por ejemplo, se siguen utilizando los términos "juicio" y "proceso" como sinónimos y se emplea en unos casos los vocablos "pretensión" o "pretensiones" y, en otros, el de "acción" o "acciones" como aparecían en la Ley de 1881 y en la jurisprudencia y doctrina posteriores, durante más de un siglo, sin que ello originara problema alguno.
Se reducen todo lo posible las remisiones internas, en especial las que nada indican acerca del precepto o preceptos a los que se remite. Se acoge el criterio de división de los artículos, siempre que sea necesario, en apartados numerados y se procura que éstos tengan sentido por sí mismos, a diferencia de los simples párrafos, que han de entenderse interrelacionados. Y sin incurrir en exageraciones de exactitud, se opta por referirse al órgano jurisdiccional con el término "tribunal", que, propiamente hablando, nada dice del carácter unipersonal o colegiado del órgano. Con esta opción, además de evitar una constante reiteración, en no pocos artículos, de la expresión "Juzgados y Tribunales", se tiene en cuenta que, según la legislación orgánica, cabe que se siga ante tribunales colegiados la primera instancia de ciertos procesos civiles.
V
En cuanto a su contenido general, esta Ley se configura con exclusión de la materia relativa a la denominada jurisdicción voluntaria, que, como en otros países, parece preferible regular en ley distinta, donde han de llevarse las disposiciones sobre una conciliación que ha dejado de ser obligatoria y sobre la declaración de herederos sin contienda judicial. También se obra en congruencia con el ya adoptado criterio de que una ley específica se ocupe del Derecho concursal. Las correspondientes disposiciones de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 permanecerán en vigor sólo hasta la aprobación y vigencia de estas leyes.
En coincidencia con anteriores iniciativas, la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil aspira también a ser Ley procesal común, para lo que, a la vez, se pretende que la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1985, circunscriba su contenido a lo que indica su denominación y se ajuste, por otra parte, a lo que señala el apartado primero del artículo 122 de la Constitución. La referencia en este precepto al "funcionamiento" de los Juzgados y Tribunales no puede entenderse, y nunca se ha entendido, ni por el legislador postconstitucional ni por la jurisprudencia y la doctrina, como referencia a las normas procesales, que, en cambio, se mencionan expresamente en otros preceptos constitucionales.
Así, pues, no existe impedimento alguno y abundan las razones para que la Ley Orgánica del Poder Judicial se desprenda de normas procesales, no pocas de ellas atinadas, pero impropiamente situadas y productoras de numerosas dudas al coexistir con las que contienen las Leyes de Enjuiciamiento. Como es lógico, la presente Ley se beneficia de cuanto de positivo podía hallarse en la regulación procesal de 1985.
Mención especial merece la decisión de que en esta Ley se regule, en su vertiente estrictamente procedimental, el instituto de la abstención y de la recusación. Es ésta una materia, con innegables facetas distintas, de la que se ocupaban las leyes procesales, pero que fue regulada, con nueva relación de causas de abstención y recusación, en la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1985. Empero, la subsistencia formal de las disposiciones sobre esta citada materia en las diversas leyes procesales originó algunos problemas y, por otro lado, la regulación de 1985 podía mejorarse y, de hecho, se mejoró en parte por obra de la Ley Orgánica 5/1997, de 4 de diciembre.
La presente Ley es ocasión que permite culminar ese perfeccionamiento, afrontando el problema de las recusaciones temerarias o con simple ánimo de dilación o de inmediata sustitución del Juez o Magistrado recusado. En este sentido, la extemporaneidad de la recusación se regula más precisamente, como motivo de inadmisión a trámite, y se agilizan y simplifican los trámites iniciales a fin de que se produzca la menor alteración procedimental posible. Finalmente, se prevé multa de importante cuantía para las recusaciones que, al ser resueltas, aparezcan propuestas de mala fe.
VI
La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil sigue inspirándose en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se extraen todas sus razonables consecuencias, con la vista puesta, no sólo en que, como regla, los procesos civiles persiguen la tutela de derechos e intereses legítimos de determinados sujetos jurídicos, a los que corresponde la iniciativa procesal y la configuración del objeto del proceso, sino en que las cargas procesales atribuidas a estos sujetos y su lógica diligencia para obtener la tutela judicial que piden, pueden y deben configurar razonablemente el trabajo del órgano jurisdiccional, en beneficio de todos.
De ordinario, el proceso civil responde a la iniciativa de quien considera necesaria una tutela judicial en función de sus derechos e intereses legítimos. Según el principio procesal citado, no se entiende razonable que al órgano jurisdiccional le incumba investigar y comprobar la veracidad de los hechos alegados como configuradores de un caso que pretendidamente requiere una respuesta de tutela conforme a Derecho. Tampoco se grava al tribunal con el deber y la responsabilidad de decidir qué tutela, de entre todas las posibles, puede ser la que corresponde al caso. Es a quien cree necesitar tutela a quien se atribuyen las cargas de pedirla, determinarla con suficiente precisión, alegar y probar los hechos y aducir los fundamentos jurídicos correspondientes a las pretensiones de aquella tutela. Justamente para afrontar esas cargas sin indefensión y con las debidas garantías, se impone a las partes, excepto en casos de singular simplicidad, estar asistidas de abogado.
Esta inspiración fundamental del proceso -excepto en los casos en que predomina un interés público que exige satisfacción- no constituye, en absoluto, un obstáculo para que, como se hace en esta Ley, el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. Y menos aún constituye el repetido principio ningún inconveniente para que la Ley refuerce notablemente las facultades coercitivas de los tribunales respecto del cumplimiento de sus resoluciones o para sancionar comportamientos procesales manifiestamente contrarios al logro de una tutela efectiva. Se trata, por el contrario, de disposiciones armónicas con el papel que se confía a las partes, a las que resulta exigible asumir con seriedad las cargas y responsabilidades inherentes al proceso, sin perjudicar a los demás sujetos de éste y al funcionamiento de la Administración de Justicia.